Dulces esencias

miércoles, 18 de junio de 2014

Dramas estivales I

Junio. 30 grados a la sombra. 

Las almas desprenden una estela de hedor inaudito tras de sí. Ese sudor pegajoso, mezclado como un elixir con el olor corporal, los perfumes aberrantes, las cremas, los desodorantes...o la cúspide de todo mal: con la ausencia de higiene.

Hace tanto calor, que la saliva se transforma en una pasta que rezuma por la comisura de los labios en forma de una pomada blanquecina. Se te quedan pegados los muslos bajo el vestido, el roce, la incomodidad. La ansiedad por una cerveza helada que, aunque en principio quieres dentro de ti no desdeñas la idea de echártela sobre la cabeza y así sentir su cuerpo lamiendo el tuyo.

De la nada surge una mujer de mediana edad, envuelta en oros y salandias de mercadillo. Se sienta a tu lado, bien pegada, sin dar paso a la transpiración vital. Hay más sitio, es algo que no comprendes pero lo dejas pasar. Te fundes en una mimosa simbiosis con tu lectura cuando un crujido profanador de algún tipo de plástico susurra tu nombre. Escuchas cómo se despega una lengua de su paladar, un bocado, la fricción de diente y mantecado. Ese olor a bollería industrial. El horror. La náusea.

Temerosa miras por el rabillo del ojo y observas otro bocado casi obsceno. Tu oído se agudiza en una especie de chiste íntimo y oyes el armonioso masticar: lento, ávido, parsimonioso...y la crema que se forma con la saliva, blanca, espesa, cuasi espermática; como si fueran miles de babosas desháciendose al contacto. No puedes esconder la mueca de repulsión.

De pronto, un buche de agua calentorra se abre paso por esa boca infesta y la ves ejercer cierta presión contra su garganta. Se desliza con brusquedad y despierta en ti el temor de la tos, del aliento ajeno violando tu olfato, del puré ceremonioso manchándote el vestido. Otro buche. Y otro más.

Y al fin el crepitar del envoltorio y unos pasos que se alejan... El alivio y...en fin, el verano.




lunes, 2 de junio de 2014

A la vejez, viruela

¿Qué hacer cuando la vida te huele a viejo? 
A ese olor entre rancio y muerte venidera, a perfume plomizo y alcanfor, a recuerdos y a un futuro demasiado incierto como para contemplarlo.


He de decir que los ancianos me incomodan. Creo que su sabiduría me perturba tanto como su soberbia. Pero qué hacer, son un saco de carne arrugada y huesos con muchas vivencias a la espaldas, no se puede ignorar eso. Me he pasado la vida ajena a ellos porque mis abuelos murieron pronto. Les recuerdo a medias y no pienso en ellos, aunque sé que les quería a mi modo de pastelitos de domingo y triquiñuelas bajo la mesa. Aún laten en mis sienes esas malditas preguntas trampa de la Yaya: ¿A quién quieres más a mamá o a papá? 

"Pues mire señora no lo sé, mi padre me aúpa en sus hombros y cantamos bajo la luna llena y mi madre me acaricia la cabeza y me da besitos de mariposa con las pestañas. Me deja usted en una posición un tanto comprometida."

De mi Dodo recuerdo poco, que yayo me parecía vulgar a mis tres años y me las ingenié para darle mi toque personal. Si cierro los ojos oigo su butaca en una sinfonía de horror y se me clava su iris azul en las pupilas; lo demás, es mejor olvidarlo. De mi abuelita Ana solo puedo balbucear nostalgia contenida y mucho pesar, la distancia a veces es una muerte reducida, una ausencia torpe y boba que nadie puede salvar.

Sin embargo en estos días, por mucho que yo les esquive, se abren un paso raso y cruel ante mis retinas. No es que yo no les quiera ni ver, no me repugnan, ni me asustan... Es, sencillamente, que me hacen llorar por dentro, se me desgaja el alma como una mandarina de temporada en manos hábiles. TAN pequeñitos, TAN encorvados, TAN frágiles y TAN vulnerables. Tan, tan, tan, tan... que casi veo la sombra de la guadaña haciéndose pasar por cuarto menguante en una madrugada de verano. Y es que yo con los años me he hecho temeraria de la muerte, y no de la propia sino de la ajena. Me da no sé qué.

Será un pequeño deje de culpabilidad; yo aquí, intentando construir mi vida a duras penas, lozana y poco agraciada pero con mucho que arrebatarle a la vida, antes de que ella me lo arrebate a mí... y ellos que se acaban, poco a poquito, a sorbitos tímidos.

Y qué hacer, si aquel hombrecito de mirada tierna a pasos desgañitados trata de alcanzar una acera que se le antoja el Kilimanjaro. Que se agarra con fervor a una barandilla roída por los excrementos de las palomas con cara de horror y triunfo por el crudo pavor a la muerte. Y yo le contemplo, le añoro sin conocerle y no hay cosa que más desee en ese momento que arrancarme diez años de vida para insuflárselos a él, para no verle sufrir, para no verle temer.

El asiento cedido a una fatigada cabellera de estrellas, enfundada en un traje azul de domingo y comprender que no es el traje el que le adorna sino que es ella la que lo adorna a él. Y verla cansada pero feliz, con el carmín de chinchilla arropando la puerta de la sabiduría.

Y al fin y al cabo pensar, que es mejor apreciar la vejez que no poder contemplarla nunca.