Dulces esencias

martes, 10 de enero de 2012

Jag

Jag era retrasado mental. Sus leves rasgos delataban que algo no había seguido los parámetros comunes y habían decidido que fuera diferente. Arrastraba las palabras y acostumbraba a sacar la lengua de entre sus labios cuando callaba, como si fuera una tortuga saliendo del caparazón; pero a todo le ponía mucho empeño. A decir verdad, aquello le daba igual, era su forma de ser y no le avergonzaba; odiaba los eufemismos y le sacaba de quicio que las personas fueran amables con él por alguna estúpida consideración de su inferioridad o debilidad inventada. Era alto y robusto, nunca había necesitado que le defendieran. Tenía una tez blanquecina con unas tenues pecas que se dibujaban en sus mejillas sonrosadas, como un estornudo de estrellas en el cielo, y una melena pelirroja no demasiado larga y siempre desgreñada que le daba un toque de rebeldía muy favorecedor. Jag era muy guapo, pero muchos no lo veían; tan sólo notaban ese noséqué que les perturbaba.


En su vida había tenido un montón de desamores, como todo el mundo. Esto le ocurría porque tenía un corazón vivaracho que se posaba aquí y allí, acoplándose a los latidos de cualquier mujer bonita que detectaba. Jag no se enamoraba de las mujeres hermosas por fuera, sino de las que lo eran por dentro. Detestaba sobremanera la superficialidad que reinaba en el siglo XXI, chicas que oteaban su reflejo en un escaparate cualquiera con los cristales en fondo negro, pues así se intuían mejor, y se arreglaban ese mechón descolocado por fuera de su gorro de lana o se matizaban un poco la máscara de pestañas que se les había depositado en el párpado inferior, como un montón de ceniza en una chimenea apagada.


Le entusiasmaba el invierno, el vaho tempranero saliendo de su boca recién cepillada con dentífrico de menta fuerte. Frotarse las manos en busca de una fricción que le ofreciera el calor que se escapaba raudo de entre sus dedos. Esas mañanas eran sinónimo de que otro nuevo día empezaba y quién sabe, igual de entre toda aquella multitud humana, de los cientos de miles de personas con los que se cruzaba cada día, quizá tan sólo una podría ignorar las tontas evidencias y apreciar lo especial que realmente era.