Dulces esencias

martes, 3 de septiembre de 2013

Para ti, camarero.

Se te caía un poco de vida en cada vaso de café que servías. La derramabas, sin darte cuenta, en ese cristal rallado de tanto lavarlo. Si nos despertaba era en parte por ti, pues como quien cree en Dios, algunos creemos que un buen camarero tiene su pequeña dosis de poder sobrenatural.


Admítelo, eras huraño. Te costaba sonreír, quién sabe por qué, pero cuando lo hacías era como un premio para los que te veíamos a menudo. Siempre atento aunque a la vez siempre a tus cosas, a tu rumiar perpetuo de pensamientos, de deseos. A veces te veíamos mascullar entre dientes alguna maldición, porque la humanidad, esa maldita zalamera,  nos vuelve locos a todos y en ocasiones hasta nos hace odiar la vida. ¿Cuánta ironía puede verterse en una taza? Siempre diligente, siempre ausente, siempre en silencio.

Admito que toparse contigo era ridículamente extraño. Nunca sabré si debería haberte saludado con más efusividad o si eso te habría molestado; qué sé yo, me sabía mal arrebatarte tu paz y ahora daría lo que fuera por hacerlo. Pero ahí estabas, en la esquina de la cafetería, dando una profunda calada a tu puro cubano, olvidando las penas, dejándolas bien atrás, a tus espaldas, entre las sillas, bajo las bandejas, empapando las servilletas que cada día te han dado las gracias por tu visita. Y te marchabas sí, pero siempre para volver.

Sin embargo, una vez más, hemos de decir adiós. Ese adiós frío y lleno de tristeza que se les da a los que ya no retornan, ese adiós vacuo y tonto. Insustancial. Que no dice nada pero se lo lleva todo. Así que mejor te digo gracias, por tus cafés, por tus medias sonrisas, por abrirme la puerta del metro unos días antes de tu retirada, por haber estado y por la compañía que le harás ahora a los míos, que tampoco volverán.



Y ya está.

No hay comentarios:

Publicar un comentario